quarta-feira, 24 de novembro de 2010

De la fragilidad

El corazón late sin ritmo definido. Mira a los lados, evitando mirarlo. Se despide apresuradamente y sale como si fuera aire.
Los sentimientos la dejan mareada, y piensa en muchas cosas al mismo tiempo. Quiere huir, siente dolor,  ansiedad y felicidad al mismo tiempo. 
“Corre, chica, corre, corre para los brazos de tu amado…” salta en las escaleras rumbo al metro, no por prisa, pero la ansiedad no la deja seguir despacio. Es como si correr en el metro hiciese el tiempo caminar más rápido.
Mañana lo abrazará, mañana las bocas intercambiaran saliva, y podrá sentir el corazón de él latiendo junto al suyo. Mientras espera el metro, cierra los ojos y recuerda la última despedida, recuerdo que le eriza el pelo del cuello. Se sonríe consigo misma, sin darse cuenta del hombre que la observa.
En el metro revive las declaraciones del día anterior. “que no, que no, que no, jo…”, intenta apagar la culpa, la duda de haber hecho bien, un cierto sabor dulce-amargo que lleva. 
Echa de menos al chico… llega a alguna idea más clara de que le gustaría tener los brazos de David a le sujetar, y despacio sigue por la estación, para fuera del metro. Despacio, porque mira a las paredes, atenta a los ruidos, perdida en buenos recuerdos de una otra estación de metro, unos besos celosos y ardientes que dos meses antes viviera sin ninguna posibilidad de que no pasara. 
Se sonríe y cantarolea bajo. 
Ahora quiere vivir todo. Sabe que mañana saltará a los brazos de un hombre deseado. Sabe que llegando a casa, va llamar a David. Sabe que, en el tiempo, todo de los buenos sentimientos que tiene puede ser dolor, y eso en nada le importa. "Me importa un pimiento tu pelo!" y se ríe con el recuerdo. Quiere vivir, los amores y los dolores.
El hombre que la miraba se bajara en la misma estación, y sigue muy pegado en ella, que, ensimismada, no ve nada más a su alrededor.
Ella se despierta en la plaza, cuando ya está en un tumulto de policías, gritos y tiros. Sólo siente una mano que le arrastra como un escudo, una leve quemadura en la piel, en la altura de su pecho. Muy despacio aterriza en el suelo, y las voces se quedan distantes. La gente que corre, a ella le parece que anda despacito al redor, y se sonríe.
Cantarolea bajo, tirada en el suelo, hasta que la sangre impide que articule la voz. “Hasta otro día, amado…”, y las gotículas del txirimiri le humedecen el rostro.

Um comentário:

Sarah de Roure disse...

que mujer de coraje! oxalá fueramos todas así, dispuestas a amar y a vivir...

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